En la última semana he visto a dos hombres mirar con adoración a sus mujeres.
Uno de ellos, en medio de un almuerzo, no pudo resistir más y cogió suavemente el rostro de mi amiga con las dos manos (un rostro maravilloso, fino, original, dulce y tranquilo -hoy en día, la mayoría de la gente guapa que conozco está tan tensa, tan nerviosa, tan inquieta, llevan su belleza como si cargasen con una bomba atómica, como si alguien se la pudiese robar en cualquier momento, no como lo que es: un regalo de los dioses. Mi amiga no, mi amiga es muy lista. Pero en fin, que esa no es la cuestión, que hubiese dado lo mismo que no fuese tan atractiva), se lo estrujó un poco y le dio un beso muy ligero en la mejilla.
El otro, el marido de otra amiga, que está casado con ella desde hace siglos, sigue intentando sentarse a su lado en todas las comidas y siempre que puede le roza muy sutilmente el hombro desnudo, la rodilla redonda y pálida o las puntas de su melena caoba.