Todos los hombres a los que he amado han llevado en algún momento de su vida una camiseta gastada. Menos mi padre. No recuerdo haber visto nunca a mi padre en camiseta, tal vez porque era ya un hombre mayor cuando nacimos mi hermano y yo. Un hombre del estilo de Miguel Delibes de joven, alto y seco, muy viril sin pretenderlo, un hombre de camisas en tonos tostados o de camisas de cuadros, de mangas remangadas, de ante brazos largos, dorados y fibrosos. Un hombre que no pisó un gimnasio en su vida porque en aquella época no existían y sobre todo porque no lo necesitaba, las mujeres caían rendidas a sus pies en cuanto le veían, en cuanto abría la boca y escuchaban su voz, profunda y grave, irresistible.
Mi madre me contaba que las mujeres le contaban sus desgracias, que los niños y los perros se acercaban a él de manera intuitiva, todos esperaban ser rescatados y todos, en cierto modo, lo eran. Mi padre era un hombre de verdad (sí, ya sé que esa expresión ha pasado de moda y que es un poco fea, pero no sé qué otra utilizar, tal vez podría decir simplemente: “mi padre era un hombre”).
-Primero están los ligones: juguetean, son muy narcisistas, se gustan a sí mismos más que las mujeres con las que ligan, nada es serio ni trascendente puede ocurrir con ellos, el riesgo es 0.