Todos llevamos en nuestro interior una pulsión de vida, un instinto primigenio que nos empuja hacia la creación, el amor, la felicidad, la alegría, el juego, el deseo de prosperar, de reproducirnos, de crear vínculos con los demás; un anhelo de sol y de luz, una tendencia natural hacia todo lo que hace que la existencia se expanda y se propague. A esa pulsión de vida Freud la llamó Eros.
También anida en cada uno de nosotros una pulsión de muerte (más extraña, dolorida y tortuosa). Un instinto que nos empuja al caos y al dolor, a la soledad y al aislamiento, a la aniquilación (propia y ajena), un deseo oscuro de regresar al vacío y a la nada, de destruir todo lo que nos rodea. A la pulsión de muerte, Freud la llamó Thanatos.
Thanatos son los demonios que nos habitan. Algunos son muy peligrosos y difíciles de vencer: la depresión o el alcoholismo, por ejemplo. Otros son más benévolos: la tristeza, la soledad. Algunos son violentos: la mezquindad, la rabia, la envidia. Hay demonios pacíficos pero difíciles de controlar: todos los del pasado. Hay demonios, los míos, que inducen al silencio sepulcral, a meterse en un cine vacío o en un bar desconocido, a caminar sin rumbo durante horas o a quedarse inmóvil como una estatua en el sofá. Y hay otros más ruidosos y peleones. Pero todos tienen el mismo objetivo: cortar el vínculo que nos une a los demás seres vivos, hacer que nos sintamos más solos y más cerca de la muerte.