Llevaba una semana utilizando el mismo vestido. Por la noche lo lavaba a mano, como una huerfanita (o como la imagen romántica que tengo de una huerfanita - una combinación de los cuentos de hadas, las películas de Disney y la parte más cursi y resguardada de mi cerebro, o sea: mi infancia) y a la mañana siguiente me lo volvía a poner. No sé por qué… a veces juego a sentirme una huerfanita durante un rato (un poco lo fui…) y luego vuelvo a ser una mujer fuerte y normal (creo que nos pasa a todos, también a los hombres, a veces solo deseamos ser muy frágiles y vulnerables. Es un lujo, no siempre es posible). En este caso, el modo huerfanita se acabó de golpe cuando vi una foto mía con el vestido. Realmente estaba un poco viejo, lo había llevado muchísimo, así que me puse a pensar en alternativas. ¿Qué me apetecería ponerme? ¿Qué querría?
Lo siguiente, más o menos:
-Enseñar los hombros. No hay hombros feos, todos los hombros son redondeados y agradables, incluso los puntiagudos. Nunca he visto un hombro sobre el que, en caso de necesidad, no quisiera posar mi cabeza y cerrar los ojos.