Bajaba yo, contenta, feliz y atolondrada (hay dos formas de ser feliz: atolondradamente e intensamente, en aquel momento yo era atolondradamente feliz, caminaba dando saltitos) por Mayor de Sarrià cuando una amiga me detuvo.
En realidad no era una amiga, era una conocida, pero hace ya unos meses que decidí dejar de utilizar ese término tan mezquino, distante y cruel (y que en el fondo casi siempre significa que consideras que la persona en cuestión no está a tu altura, que no cumple los requisitos para considerarse tu amiga, que no tiene derecho a entrar en tu templo, que debe conformarse con ser una “conocida”).
No es que sea una “trend setter” o una influencer o nada de eso (aunque me encantaría), pero tengo la sensación de que la época de decir que uno solo tiene dos o tres amigos ha pasado y que estamos a punto de poder afirmar de nuevo que tenemos muchos amigos sin que se nos tache de estúpidos o de frívolos. Eso estaría muy bien. Detesto la mezquindad, también en las palabras, y decir de alguien que es un conocido me parece un poco mezquino. Como si tuviésemos miedo de que si utilizamos la palabra “amigo” esa persona de pronto empezará a pedirnos y exigirnos cosas.